Comentario
En este sentido, Andrea Mantegna (1431-1506) constituye un claro ejemplo de esta maniera expresiva de entender el nuevo lenguaje clásico. En su personalidad confluyen muchos de los elementos que definen esta tendencia. Formado en Padua con Squarcione, pronto se dejó atraer por las antigüedades. Sin embargo, fue su estancia en Venecia en 1447 la que imprimió un nuevo rumbo a su trayectoria. Además de la obra de artistas como Antonio Vivarini, conoció a los Bellini y tuvo la ocasión de ver los frescos de Andrea del Castagno en San Zaccaria. Junto a ello, en la cercana Padua, Mantegna tuvo ocasión de ver la obra de Donatello, que dejó una profunda huella en él como puede apreciarse en el Retablo de San Zeno. Mantegna, como Donatello, no renuncia al valor de lo real y las posibilidades plásticas de la expresión, corno puede apreciarse en La Crucifixión (París, Museo del Louvre), pintada en 1459. Valor de lo real que Mantegna aprendió de Donatello, de los venecianos y, probablemente, del arte flamenco. Paradójicamente esta atención por el valor de lo real llevará a Mantegna, como tendremos ocasión de analizar más adelante, al estudiar los frescos de la Cámara de los esposos del Palacio Ducal de Mantua, a experimentar con la perspectiva como recurso para establecer una relación ilusionista entre pintura y realidad.
Tanto la expresividad de la pintura de Andrea del Castagno y Andrea Mantegna, como la de la escultura de Donatello, introdujeron una tensión y equilibrio entre clasicismo y patetismo, realidad e idealidad. Lo cual equivale tanto como decir que en torno al clasicismo se producen diversas opciones, algunas de ellas, como la que estudiamos, caracterizada por la tensión que introduce la expresividad y la referencia a la realidad. Igualmente, en la misma Florencia se aprecia avanzado el siglo el predominio de una cierta estética de la emotividad en algunas obras de Botticelli y un desarrollo acentuado del movimiento de algunas figuras, como, por ejemplo, en la figura de bailarina del Banquete de Herodes, de los frescos de Prato, realizados en 1452-1465 por Fra Filippo Lippi, que introducen una dinámica en el equilibrado sistema de componer florentino.
Donde, en cambio, asistimos, a una verdadera subversión de los principios clásicos es en la obra de los pintores de Ferrara. En esta ciudad, cuyas transformaciones urbanas hacen que la idea de la ciudad humanista deje de ser un mito y un proyecto imposible para hacerse realidad, se produce una de las alternativas de signo expresivo, contrarias a las proposiciones florentinas, de carácter más radical.
Llegados a este punto es preciso hacer referencia a la significación que presentan estas opciones, pues, con frecuencia, se han querido ver como una actitud periférica y colateral al desarrollo de la cultura artística del Quattrocento. Sin embargo, hemos visto cómo a lo largo del siglo XV se van desarrollando distintas opciones, muchas de ellas contrarias al modelo florentino, a través de las cuales se configura un arte del Quattrocento. El cual no hemos de verlo como una tendencia que surge en Florencia y que con más o menos fortuna y literalidad logra implantarse en otros centros. Aunque fue Florencia la ciudad que inicia la formulación del nuevo lenguaje, el arte del Quattrocento no puede entenderse sino como una suma de tendencias u opciones de variado signo.
Es cierto que en algunos centros el Renacimiento llegó tarde y que durante el siglo XV sus artistas permanecieron arrastrando una tradición plástica por un proceso de inercia. Sin embargo, en el caso de los pintores de Ferrara es evidente que sus planteamientos derivan de una actitud consciente orientada a configurar una opción diferente. El modelo clásico y el valor de la Antigüedad alcanzaron un importante arraigo en Ferrara. Prueba de ello es la importancia que adquiere el desarrollo de la pintura mitológica y profana en la decoración de: los nuevos y numerosos palacios que se construyen. Sus programas manifiestan una clara contradicción con los programas neoplatónicos desarrollados en Florencia. En la decoración del palacio Schifanoia, en la que intervienen Francesco del Cossa (hacia el 1436-1478) y Ercole de Roberti (hacia 1450-1496) se ofrece una decoración basada en una concepción astrológica que procede, al parecer, del erudito Pellegrino Prisciani. El mito, a diferencia de los planteamientos florentinos, asume un papel ético y, como en El Triunfo de Venus, se convierte en un lenguaje expresivo de ideales caballerescos.
Los pintores de Ferrara partieron de un amplio panorama de presupuestos dispares y, en ocasiones contradictorios. En ellos, la cultura historicista, tal y como la desarrollaron Alberti y Mantegna -que había estado en la ciudad en 1449-, no era un elemento desconocido, al igual que la atemporalidad clasicista de Piero della Francesca, que estuvo en la ciudad en 1450 trabajando al servicio de Lionello d'Este. Igualmente tampoco les resultó extraña la expresividad y, en ciertos aspectos, la atención por lo real derivada de Roger van der Weyden, el pintor flamenco que estuvo también en la ciudad por entonces, entre 1449-1450. Si estas fuentes pueden ofrecer un panorama ecléctico por la disparidad de sus tendencias y planteamientos, los resultados a que llegaron los pintores de Ferrara están muy lejos de poder ser entendidas como una opción ecléctica surgida de una integración indiscriminada de soluciones. Muy al contrario, sus planteamientos se ofrecen caracterizados por una trayectoria clara y definida.
La pintura de Cosme Tura (hacia 1430-1495) constituye un paradigma de esta alternativa anticlasicista que venimos analizando. En el Políptico Roverella, pintado hacia 1474, La Piedad, al igual que el mismo tema del Museo Correr de Venecia, ponen de manifiesto la escenificación de un valor expresivo y patético de lo clásico. Junto a ello, el pintor presta una especial atención por las calidades y cualidades de los objetos, por el valor y transmutación de la materia, para convertir los escenarios en un mundo que supera las sensaciones primarias de lo real.